Irene Vallejo habla de 'El infinito en un junco', en el que que recorre la historia de los libros.
Usted ha dicho que le sorprende cómo esta situación ha revestido de nuevas lecturas a El infinito en un junco, una de ellas es como si el ensayo fuese un canto a la ayuda que los libros pueden ofrecernos en tiempos difíciles, ¿por qué cree que ha pasado esto?
En El infinito en un junco recopilo testimonios de personas que, en medio de grandes catástrofes, sintieron que los libros fortalecían su esperanza. En el gulag, en los campos nazis, en guerras, asedios y debacles, quienes disponen de una vida
interior rica tienen más capacidad para sobrevivir. Así lo recuerda Viktor Frankl, superviviente de Auschwitz: “Las personas de mayor sensibilidad, acostumbradas a una activa vida intelectual eran capaces de abstraerse del terrible entorno. Solo
así se explica la aparente paradoja de que los menos fornidos soportaran mejor la vida del campo que los de constitución más fornida”.
La última frase del libro es: “Sin los libros, las mejores cosas de nuestro mundo se habrían esfumado en el olvido”, una de esas cosas que podríamos haber olvidado fue la misma Biblioteca de Alejandría; una de las protagonistas de la historia que cuenta. ¿Por qué es tan importante este lugar, tanto su dimensión física como simbólica, en la historia del libro?
La Biblioteca de Alejandría fue el primer intento de reunir todo el conocimiento y todos los relatos, hasta entonces dispersos, en un solo enclave. Ahí veo un rudimento, incluso diría que el remoto antepasado de Internet. También se tomó la decisión revolucionaria de traducir las obras principales de otras civilizaciones –la egipcia, la persa, la india, la hebrea-. Eso significó abrir horizontes, interesarse por los hallazgos extranjeros, es decir, un ímpetu inicial hacia la globalización.
¿Por qué seguimos teniendo esa fascinación por la cultura y el mundo helénico? ¿Cuál sigue siendo el encanto de esos griegos de la antigüedad?
El mundo helénico nos enfrenta a la pregunta de quiénes somos. Muchas veces cedemos a la tentación de idealizar la Antigüedad, pero creo que regresamos a ella una y otra vez porque nos reconocemos en sus imperfecciones tanto como en sus logros. De los griegos hemos heredado muchos rasgos que, para bien y para mal, todavía nos caracterizan: las ciudades, la pasión por los espectáculos, la democracia, el teatro, la especulación inmobiliaria, la propaganda, los cocineros estrella, las tertulias, las alfombras rojas, la vida en la calle (el ágora). Y, aunque no solemos recordarlo, también nos legaron varios conceptos de gran éxito histórico: el libro, las bibliotecas y las librerías. Esa, entre otras, es la historia que cuenta El infinito en un junco.
El libro es un diálogo constante entre el mundo antiguo y nuestro presente. Así como puede estar hablando de Calímaco, el primer gran geógrafo de los libros, o de Aristófanes de Bizancio, uno de los grandes libreros de Alejandría, pasa de inmediato a hablar de Ray Bradbury y su libro 'Fahrenheit 451' o pasa a películas como 'Pandillas de Nueva York' dirigida por Scorsese. ¿Por qué fue importante para usted establecer ese diálogo?
Mi pasión por la literatura nació en la infancia, y era omnívora. Leía cómics, mis padres me narraban la Odisea o las sagas nórdicas antes de dormir, veía dibujos animados en la televisión. Todo convivía y dialogaba sin impedimentos. A aquella educación agradezco sentirme feliz en todos los terrenos, mis entusiasmos no saben de departamentos estancos. Hoy, como escritora, me interesan las profundas conexiones que se anudan entre el presente y el pasado. Es fascinante, por ejemplo, que la efigie de Alejandro Magno se imprima en objetos que él ni siquiera sabría usar, como camisetas, corbatas, fundas de móvil o videojuegos. En la agitada superficie de lo actual, las llamadas alta y baja cultura dialogan y se fecundan mutuamente.
¿Seguimos contándonos las mismas historias que contaban los romanos y los griegos?
Cada generación, cada época, reformula unos cuantos temas esenciales con un lenguaje y una sensibilidad propia. En todo texto hay ecos ajenos y acentos propios. Por su parte, también los griegos se basaban en un bagaje de relatos previos, en narraciones orales hoy perdidas. Gracias a los libros y a una cadena de amor a los textos que en ellos viajan, la mayoría de obras cruciales de los griegos se han perpetuado en el tiempo, y representan el principio de nuestra tradición. Los bibliotecarios de Alejandría nos señalaron una senda cargada de futuro: entender las palabras como un legado que nunca deja de fructificar. Gracias a ellos, Safo, Heródoto, Tucídides o Platón dialogarán siempre con el futuro, ayudándonos a indagar en el trasfondo de nuestras vidas y alimentando nuestra creatividad.
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